domingo, 16 de noviembre de 2008

27 DE SEPTIEMBRE, LA NARRACIÓN DE UN DÍA


Seraphine Louis, El árbol del paraíso (1929)

[En 1935, Maksim Gorki inició una empresa que tituló “Un día del mundo”. Su idea era que los escritores del mundo describieran con la mayor precisión posible un día de ese año, concretamente el 27 de septiembre. El proyecto no prosperó; sin embargo, en 1960 el periódico moscovita "Izvestia" recuperó la idea e invitó a participar a todos los escritores del Este. Christa Wolf aceptó la invitación y escribió su 27 de septiembre de 1960. Y, aunque el proyecto de Izvestia tampoco prosperó esta vez, Wolf no dejaría ya de escribir sus sucesivos 27 de septiembre. ¿Por qué lo ha hecho a lo largo de más de cuarenta? “No soy consciente de todas las causas que lo motivaron, pero puedo mencionar algunas: en primer lugar mi horror al olvido que, como he observado, se lleva consigo sobre todo la vida cotidiana, que tanto aprecio”, escribe en la recopilación de sus entradas, publicada en 2003. Uno de los libros más hermosos y honestos que he tenido la oportunidad de leer (Christa Wolf, "Un día del año (1960-2000)", trad. de Carmen Gauger, Galaxia Gutenberg, 2006).
Con Esmeralda Berbel y otras amigas nos propusimos escribir, este año, nuestro 27 de septiembre. Pero pongamos que ese día lo pasé en la "Pensión Ulises", en una habitación con vistas, y con mi diario en el escritorio ...]


Sábado, 27 de septiembre de 2008

Apenas he podido dormir. Los nervios del viaje me han tenido insomne, tensa, hasta muy tarde en la noche. A las siete ha sonado el despertador. Me levanto con la cabeza pesada y pienso que eso no es nada para lo que me queda por delante: un largo viaje hasta Guanajuato, México. Veinticuatro horas de trayecto y tres aviones. El accidente ocurrido en Barajas el pasado verano me dejó, definitivamente, sin ganas de volar. Qué diferencia con la emoción que sentía hace años cada vez que viajaba.

Miro por la ventana, ya no llueve, las calles están secas, apenas hay coches. Se nota que es sábado. Clarea lentamente. Sólo me da tiempo a tomar una taza de té. La buena noticia es que Oriol me acompaña al aeropuerto. Lo último que hago antes de subir a las salas de embarque es comprar pesos mexicanos. Un euro, trece pesos. Cuando llegue a DF. me daré cuenta de que ha sido un error: allí el euro se compra a diecisiete pesos. Mi despedida de Oriol está cargada de costumbre.

El vuelo a Madrid, sin incidencias. Pero ante el retraso en abrir las compuertas del avión la gente se pone nerviosa: tiene miedo a perder la conexión de sus vuelos. Constato una vez más que la terminal 4 de Barajas es enorme. Mi puerta de embarque es la U 58.

Ya instalada en el inmenso Airbus leo toda la prensa que cae en mis manos. La fotografía de la gran Meryl Streep llegando a San Sebastián para recoger su Concha de Oro ocupa la mayoría de las portadas, con su aspecto elegante y risueño. La sensación de dicha que emana de su rostro compite con los terribles titulares financieros del día. Me quedo con Streep. Ojalá que a los tiburones de Wall Street, que ahora chapotean en el charco de la Bolsa, se los llevara un tsunami hasta un lugar de regreso imposible. Pero ¿cuánto tiempo tardarían en salir nuevos tiburones, más ávidos de sangre inocente?

Pienso en México. Anoche tuve la alegría de recibir un último correo, antes de apagar mi ordenador definitivamente (hasta la vuelta), de Paco Solano (¿hay alguien que conozca mejor México?). Un correo tan tranquilizador que mis aprensiones se esfumaron. Me recomienda tomar un tequilita en El Gallo Pitagórico de Guanajuato.

Sigo en el Airbus. Tengo mi ventanilla ligeramente descubierta, a pesar de los ruegos de la azafata, empeñada en que el avión permanezca a oscuras. Me entra luz suficiente: los tonos naranjas del sol despiden una intensidad abrumadora. ¿Son los colores del atardecer? Pero todo el mundo duerme a mi alrededor (¿cómo lo consiguen?). Yo leo el Diario, de Katherine Mansfield, que no me impresiona como cuando lo leí más o menos a la misma edad en que ella lo escribió, y el libro de Paco, Bajo las nubes de México. También pienso en mis hijos, ya estoy echando de menos su conversación, sus cosas.


Llego a DF. sin novedad, no demasiado cansada, pero me quedan cuatro horas de espera antes de tomar el último avión a Guanajuato. Me siento en un confortable bar americano de cómodos sillones a esperar, y a pesar de lo tarde que ya es para mí (la una de la madrugada) tomo la mejor decisión. Empiezo la biografía de Lutero, de Lucien Febre, editada por el "FCE" y que acabo de comprar en una de las varias librerías que el "Fondo" tiene repartidas por el inmenso aeropuerto de DF. El libro me absorbe por completo y me sumerjo en las disputas religiosas del siglo XVI, reformistas contra papistas, olvidándome de todo.

Por fin sale el avión a Guanajuato. He perdido la noción del tiempo. En casa llevan horas durmiendo mientras aquí apenas son las nueve de la noche. Siete horas de diferencia que empiezan a pesar. Ya no leo en el avión. Sólo espero llegar a alguna parte y dormir. De pronto me cruza una sensación de pánico: no he traído conmigo ninguna referencia del lugar al que voy. No tengo teléfonos de contacto, ni la dirección del hotel, ni nada de nada. Si no me recogen en el aeropuerto de León –¿a cuántos kilómetros está, por cierto, de Guanajuato?- no sabré adónde ir. El miedo queda amortiguado por el cansancio. Por fortuna, al llegar me estarán esperando: la profesora Ana Alba, su marido y su hija pequeña. Todo en orden.

Último tramo del viaje: del aeropuerto de León a Guanajuato, unos 50 kilómetros. Cuando llegamos al hotel -se llama "Abadía Panorámico", en lo alto de la ciudad-, me doy cuenta de que no es un hotel para mí, demasiado inhóspito para pasar tantos días. Compruebo algo que observa Paco en su libro: las puertas y ventanas quedan peligrosamente abiertas, con las hojas sin encajar. ¡Qué corrientes de aire dentro y fuera de la habitación! Pero pensar en eso queda para mañana. Bajo al vestíbulo otra vez y me despido de Ana. Después, me dejo caer en la cama y miro el cuarto detenidamente: hay los muebles justos (dos camas, una mesilla de noche, un escritorio y una silla), de estilo colonial, con cruces incrustadas en la madera. Lo más sorprendente es el brillante color de las paredes, pintadas en azul eléctrico y naranja. Azules y naranjas empiezan a dar vueltas en mi mente de la mano de un Lutero sedentario y bonachón, las sensaciones se confunden ...

Anna Caballé

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